El 9 de noviembre de 2016 despertamos con una de las peores desveladas de la vida. No entendimos qué había pasado y cómo había ganado Donald Trump una elección cantada con ton y son para Hillary Clinton.
Sobraron análisis pero el consenso en 2016 y 2017 fue que la comunicación había cambiado y que nos habíamos equivocado al cubrir la elección. Reconocimos que el error fue dedicarnos ciegamente a las encuestas nacionales y que había revisar las metodologías, que los reportajes no escucharon a los votantes tradicionalmente demócratas de Michigan y Pennsylvania, que nos faltó salir a la calle y al campo para entender por qué esa noche votaron por Donald Trump.
Mientras Hillary Clinton pautaba millones de dólares en unos cuántos anuncios de televisión -como siempre se había hecho- Trump pautaba la mitad de ese presupuesto en miles de videos hiperpersonalizados para usuarios en redes sociales, sobre todo en Facebook.
La campaña de Trump cambió la comunicación. Innovó y conectó con los votantes como nadie lo había hecho hasta entonces y permitió hablar directo con el grupo que quería empoderar. Era una apuesta muy riesgosa, pero viendo los resultados, funcionó.
Cuatro años después parece como si no hubiéramos aprendido. Como si no hubiéramos visto a Donald Trump ganar y usar esas estrategias. Seguimos pensando la comunicación, y no solo la política, como si estuviéramos en los años noventa. Hablamos de encuestas nacionales, de endorsements y columnas de opinión, de si el Wall Street Journal o Reforma dijeron algo para criticar al poder cuando el éxito está en saber usar “las benditas redes sociales”.
No significa que el periodismo ha muerto, pero los candidatos, los gobiernos y las empresas ya no lo necesitan para hablar de manera directa con sus ciudadanos, votantes o consumidores.
Traigo a escena al presidente López Obrador, porque al igual que Trump, entendió la importancia de esta comunicación en redes sociales. Elon Musk lo entiende y tiene al mercado y la acción de Tesla con dependencia ciega de su Twitter.
¿Por qué pueden atacar a los medios, columnistas, al “establishment” o “la mafia del poder” y ahí siguen? ¿Por qué arde cuando acusan de “fake news” o la “prensa fifí”? Porque nos siguen importando.
Porque seguimos creyendo que esas formas de comunicar siguen siendo la mejor opción para contrarrestar el poder.
Tener éxito en estas estrategias tampoco es barato ni es tan mágico y social como dice el presidente de México. Significa invertir mucho dinero en publicidad, en asegurarse que el mensaje llega directo a la persona a la que quiero llegar. Puede cruzar la ética y usar “bots” pero eso tendrá que ser otro debate.
Nos da la capacidad de meter un espectacular en el cuarto y la cama de cada uno de los votantes o consumidores. Y ese mensaje puede ser tan personalizado que no nos damos cuenta de la marquesina.
Tenemos que entender que urge cambiar las formas de la comunicación. Muchas marcas ya lo hacen y venden bien. En medio de la pandemia, donde todos estamos conectados a una pantalla, nuestra única ventana al mundo es a través de pixeles, y quienes desde el poder entienden esto lo están usando para imponer su agenda.
Los candidatos, analistas, movimientos, estrategas agencias, empresas y marcas tienen que innovar en su comunicación, salir a dar la cara con un buen mensaje y personalizarlo para empoderar a su base (o a construir una). Pero esto ni es barato, ni es inmediato y los Trumps, Elon Musks y Bolsonaros llevan la delantera.